En medio del ajetreo urbano de Querétaro, existe un lugar que no solo conquista por su arquitectura imponente y su atmósfera sofisticada, sino también por una propuesta culinaria que se vive con todos los sentidos: Hacienda Laborcilla.
Más que un restaurante, su propuesta visual se presenta como un oasis donde el diseño, el arte y la gastronomía conviven en armonía. Desde la mezcla cultural en la decoración, las diferentes réplicas certificadas del museo de Louvre, hasta la misma Hacienda clasificada como patrimonio queretano por la INAH, todo busca enriquecer la experiencia visual del comensal.
Nuestra experiencia comenzó con tres entradas que resumen la esencia del lugar: frescura, balance y creatividad. La tostada de salmón fue un bocado vibrante, que incluso puede gustarle a los escépticos de mariscos; el ceviche peruano, una explosión cítrica perfectamente ejecutada justo a tiempo para esta temporada de calor; y su clásico, el betabel rostizado con jocoque, una sorpresa que combinó a este tubérculo y lo cremoso con gran elegancia.
Para el plato fuerte, apostamos por tres clásicos del menú: el pulpo a las brasas con hummus, sabroso, suave desde el tenedor al paladar; la ensalada de la casa, posiblemente uno de mis nuevos favoritos, estaba completamente fresca y equilibrada; y para combinar con los sabores de la tierra, también pedimos un filete de res con salsa de estragón que estaba delicioso.
Todo maridado con un cóctel de autor: el Apple Spritz, ideal para acompañar sin opacar.
El cierre fue un festín dulce: pastel de tres leches, profiteroles y una trilogía de sorbets infusionados con licor, una de las nuevas especialidades del restaurante que, sin duda, merece una segunda (y tercera) vuelta. Les aseguro que no deben dar por alto el menú de postres ya que es exquisito.
Hacienda Laborcilla lo tiene todo: buena comida, atención impecable, un ambiente envolvente y ese toque de estilo que convierte cualquier visita en una experiencia. ¿Ya se dieron una vuelta?