Desde hace varias noches tengo un sueño recurrente: asediada por la rutina y el tedio, escapo de la ciudad a bordo de un avión con destino a un lugar paradisiaco, de esos que solo se encuentran en el Caribe. La mochila de mis sueños es tan ligera, que bien podría no llevar equipaje alguno. El trayecto ocurre en un parpadeo y cuando abro los ojos estoy afuera del aeropuerto, ante una hilera de automóviles amarillos de marcas rusas y chinas. Me subo a un compacto conducido por un hombre maduro vestido con camisa blanca de manga corta. La prenda, como el auto en el que nos desplazamos por una carretera rodeada de verdor, está desgastada, pero impecable. Como ocurre siempre en los sueños, sé cosas sin necesidad de verlas, como que los ojos del conductor, ocultos detrás de un modelo deportivo de lentes oscuros, son de un azul profundísimo que contrasta con la piel brillante y tostada de su cara.
Nos movemos con agilidad por la vía, amplia, pero poco transitada. El sol cae a plomo sobre hileras de palmeras y flamboyanes en flor que se balancean con suavidad a la orilla del asfalto. Bajo la ventana para intentar sentir los aires que provocan esa cadencia, pero lo que siento es humedad, que me recuerda cuál es el pegamento que mantiene unido al universo. Rebasamos a otros automóviles, son modelos americanos antiguos de colores chillantes: rojo, rosa mexicano, azul turquesa, amarillo pollito. Sin embargo hay algo de este paisaje onírico que llama más mi atención que los coches antiguos: no hay publicidad de ningún tipo, por ningún lado.
Llegamos a la ciudad y seguimos por un paseo que corre en paralelo a la orilla del mar, hasta un punto en el que el conductor se disculpa: su coche no puede transitar más allá. Desciendo y me encuentro ante un umbral de calles estrechas que se antojan antiguas. Un olor dulzón, muy cercano al de fruta fermentada o podrida, flota entre las edificaciones a medias; en este sueño es difícil saber si las construcciones están a medio derribar o a medio reconstruir. El murmullo de un son me acompaña cuando llego a una vieja plaza que atravieso mirando al cielo, y se distorsiona por completo cuando se suelta un aguacero que no moja porque las gotas se evaporan cuando tocan cualquier superficie. Los demás transeúntes me miran directamente a los ojos, como si supieran todo sobre mí, parecen alegres de que yo esté ahí. En mi ensoñación, los contrastes se enfatizan: ruinas y sonrisas; tormentas y calores.
Entonces no me queda ninguna duda: el lugar de mis sueños es La Habana.
Por: Ana Noriega