Hace casi veinte años el mundo conoció la magia de El Señor de los Anillos en la pantalla grande, la audiencia recibió la trilogía con los brazos abiertos y la academia le reconoció con diecisiete premios Oscar. Sin duda, estas tres películas se convirtieron en un hito en la historia del cine. No obstante, una década después, el director Peter Jackson regresó a la Tierra Media con su equipo de producción para realizar la trilogía de precuela El Hobbit. Aunque la taquilla recaudó cifras gigantescas con esta segunda tanda de películas, hay diferencias sustanciales entre ambas, que hacen de El Señor de los Anillos una pieza maestra, y que convierten a El Hobbit en un blockbuster sin sentido. Dicho sea de paso, los libros en los que se basan ambas series son muy distintos, sin embargo, hablaremos únicamente de las películas.
Ambas trilogías tienen, naturalmente, una gran cantidad de personajes, pero las entregas originales hacen un trabajo magistral en enseñarnos quién es cada uno; conocemos las dudas de Aragorn, sabemos de la necesidad de Boromir, y comprobamos la lealtad de Pippin y Merry una y otra vez. Y no sólo los nueve compañeros tienen historias y motivaciones claras, también cada personaje que entra en la narrativa por menor que sea. Y, al contrario, las nuevas cintas no nos dejan conocer a profundidad más que a algunos personajes. Cuando llega el final, no solo no sabemos los nombres de varios de los enanos que han acompañado a Bilbo por 9 horas de pantalla, sino que no sentimos nada por ello. Y, es más, los personajes secundarios o agregados, como Thranduil, Tauriel o Alfrid, llegan a perder causa alguna para estar donde están.
Por otro lado, El Señor de los Anillos, tiene una apariencia espectacular que, más allá de un trabajo profesional bien realizado, se sostiene por dos motivos, un inmenso número de escenas filmadas en locación, buscadas con cuidado y determinación por mucho tiempo, y la utilización de efectos visuales de todo tipo para resolver diversas complicaciones de producción. El Hobbit sí que utiliza efectos visuales, pero más allá de planear y resolver según lo que fuese mejor para la historia, descansa totalmente en pantallas verdes e imágenes generadas por computadora. La cantidad de escenas en locación es mucho menor, resultando en paisajes pintados digitalmente, sumado a un look brillante neblinoso que hace a las tres películas parecer un videojuego.
El mismo centro de las narrativas dramáticas está en la tensión. Los personajes han de tener objetivos e intenciones para que nosotros, como espectadores nos pongamos en sus zapatos. Frodo, Aragorn, Gandalf (en LOTR) y los demás personajes tienen algo en juego, y nos interesa saber si lo consiguen o no. Por eso cada escena tiene más valor, pues realmente queremos verles sobrevivir, realmente estamos apoyándolos para destruir el anillo. Esto es, en parte, porque tienen un enemigo formidable. Cuando Bilbo y sus amigos enanos se deshacen de cualquier cantidad de trasgos en montajes de acción interminables, no hace más que aburrirnos y garantizarnos que no hay nada qué ver más adelante. De hecho, la trilogía deja cabos sueltos por doquier, y no nos percatamos porque nunca nos importaron para empezar.
Después de tanto, es válido decir que no todo es horror en la serie del 2012, entregando un Smaug hermosamente logrado, un Bilbo bien caracterizado y un soundtrack que logra su objetivo a nivel emocional. Lamentablemente, habrá quien diga El Hobbit es tan mala que prefiere imaginar que nunca existió, mientras, que El Señor de los Anillos continuará inmaculada a través del tiempo por ser una producción sin precedentes, realizada con pasión, artesanía y amor por la historia.
